Recuerdo la primera vez que oí hablar de los salmones del Báltico. Juan Salgado, mi compañero de pesca, estaba sumido en uno de sus bucles erráticos tras ver un cortometraje de pesca. Corría el año 2016, uno de los mayores runs desde que se tienen registros en el río Torne, con más de 100.000 salmones remontando esta inmensa cuenca que separa Suecia de Finlandia. Unos números sin precedentes vinculados a las restricciones de pesca en el mar Báltico y las zonas aledañas a las desembocaduras, que propiciaban un crecimiento casi exponencial de las poblaciones de salmones del Báltico. El vídeo reflejaba a la perfección dos ingredientes claves para hacer saltar del sofá a dos jóvenes pescadores de salmón: aventura y salmones de más de 15 kilos.

Por supuesto, por aquel entonces no sabíamos nada más a cerca de este destino, pero pronto le pondríamos solución. Los artículos hablaban de ríos salvajes, inmensos y de gran caudal. De los salmones más grandes y poderosos sobre la faz de la tierra, hipertrofiados por una dieta rica en arenques en las aguas del mar Báltico, donde realizan su migración y donde quedaron aislados de sus hermanos Atlánticos tras la última glaciación. Narraban historias sobre batallas perdidas, cientos de metros de backing escupidos a toda velocidad y anzuelos doblados como plastilina. También contaban de su peculiar carácter, más tímido y apático que el de sus iguales al otro lado del estrecho del Skagerrak. Y sobre todo, inspiraban a perderse en una tierra sin fronteras, donde aún quedan kilómetros de río sin pescar. Por supuesto, tres años más tarde, Juan y yo, hacíamos las maletas.

Los salmones más difíciles del mundo. Cara y cruz. Cara. Allí estábamos, con un proyecto bajo el brazo y con ganas de comernos el Báltico. Las condiciones eran propicias y Sanna nos esperaba en una pequeña tienda local para pertrecharnos con lo necesario para 24 horas de pesca “non-stop”. Una hora de pista entre pinos y renos más tarde, llegábamos al tramo escogido. Desde lo alto de un acantilado escarpado, la vista era abrumadora. El río, desafiante y poderoso,, había esculpido la pared sobre la que nos encontrábamos y bajo la que un pozo de aguas oscuras como la turba, a buen seguro albergaba alguno de los preciados Bálticos con los que soñábamos. Mientras montábamos nuestros equipos y encendíamos un pequeño fuego, un cóctel de sandflies y mosquitos daba buena cuenta de nosotros. Al poco, el sonido de una primera zambullida nos indicaba que estábamos en lo cierto: allí estaban.
Sanna remaba con la contundencia y seguridad de una persona acostumbrada a tal tarea. Mientras cruzábamos el río con aquel bote que hacía aguas generosamente, le íbamos sometiendo a un buen interrogatorio. Sanna llevaba por Laponia casi un mes ininterrumpido pescando salmones y aún se le resistía el primero de la temporada. Se encontraba sumida en una de esas crisis en la que el éxito te elude. Nos hablaba de batallas perdidas, anzuelos doblados, tippets que estallaron, noches en vela sin ver señal alguna de un pez y otras en las que el run era intenso pero, por algún motivo, los peces no querían cooperar. “Creedme, los salmones del Báltico son diferentes a los Atlánticos. Acabaréis dándome la razón”.

Apenas media hora más tarde, esa misma voz desalentadora estallaba en gritos de emoción, mientras intentaba sujetar un pez que se descolgaba a toda velocidad hacia el pozo. Minutos más tarde, Juan y yo éramos conscientes de una de las mayores explosiones de felicidad que habíamos vivido. Al fin y al cabo, no era para menos. Todo ese esfuerzo, todos esos sentimientos reprimidos, por fin liberados al tener entre sus manos a aquel pez. Como no podía ser de otra forma y según manda la tradición, había que celebrarlo. La noche era joven, pero ya empezaba a refrescar. Un buen fuego, salchichas, cerveza y algún que otro trago de whisky para quitar el frío y disfrutar del momento. El fuego aún crepitaba y nos recorría ese sentimiento de éxito y camaradería, pero mis oídos no podían dejar de escuchar los continuos saltos de los salmones. En el pozo, a nuestras espaldas, los peces parecían celosos de nuestra pequeña celebración. Me disculpé con Juan y con Sanna, que aún apuraban el último trago, y bajé a probar suerte. Minutos más tarde, ambos corrían colina abajo para socorrerme. Juan me hizo los honores y taileó con maestría una hermosa hembra de 103cm que inauguraba una noche mágica para el recuerdo. Otros dos salmones la seguirían y con todo el grupo con un salmón con el que conciliar el sueño, decidimos dar por finalizada la jornada ya de madrugada bien entrada, en uno de esos amaneceres de Laponia en los que la niebla cubre el río y la actividad cesa por completo. Era hora de dejarlo descansar.

Cruz. Esa noche, cuando aún nos costaba conciliar el sueño en la tienda de campaña debido a la adrenalina y al frío que se colaba en los sacos, no podíamos imaginar que al día siguiente, un sol radiante nos despertaría y no nos abandonaría por el resto de nuestro viaje. Al día siguiente, las aguas ya alcanzaban temperaturas cercanas a los 20 grados. Game Over. Aunque pueda parecer extraño, en los últimos años, este tipo de episodios se suceden en estas latitudes con cierta frecuencia, quizá evidenciando que algo está cambiando en nuestro planeta. En Laponia, estas olas de calor tienen un fuerte impacto en los ríos. El sol incide durante casi 24 horas y pronto las temperaturas hacen desaconsejable la pesca, tanto por las opciones de éxito, como por el bienestar y la recuperación de las posibles capturas.
Pese a todo, un año más tarde, Juan y yo volvíamos para terminar lo empezado. Seguíamos sin dar la razón a Sanna en aquello de que los Bálticos eran especiales y achacábamos el resultado del año anterior a las circunstancias meteorológicas. Por tanto, con la lección aprendida, esperamos a que las predicciones fueran favorables y saltamos en un vuelo de último minuto destino Luleå. Allí estábamos de nuevo, dispuestos a recorrer la inmensidad del bosque boreal y sus ríos en búsqueda del elusivo salmón del Báltico. Diez días y nueve noches más tarde, tras darlo todo, cansados, con pocas horas de sueño y muchas picaduras, volvíamos a casa con el rabo entre las piernas. ¿Qué había pasado? No lo entendíamos. Todo parecía propicio e incluso habíamos dado con algunas zonas con bastantes peces, pero apenas habíamos conseguido reacción alguna y cuando lo conseguimos, perdimos en el cuerpo a cuerpo. ¿Tenía Sanna razón?

Cuando no te toca, ni aunque te pongas. De nuevo en Laponia, esta vez en pleno prime time para un proyecto para Guideline en los primeros compases de la temporada. Aguas frías, ríos altos, pero alguno de los mayores salmones que puedas llegar a imaginar remontando los ríos del Báltico. Dicen que los sueños más salvajes conllevan esfuerzos de igual magnitud y, por supuesto, estaba dispuesto a averiguarlo. Tras tres días sin apenas dormir, con cientos de kilómetros por esas pistas de polvo y barro entre bosques sin fin, y más lances de los que uno puede enumerar, tuve una revelación. En forma de salmón, por supuesto. En mitad de una “V” perfecta, un head and tail a cámara lenta me hizo apagar el hornillo en el que me estaba preparando un café para entonarme para otra noche de faena. Una visión así siempre te hace temblar. Si el salmón es uno de los más grandes que has visto en tu vida, la lucha con uno mismo es ardua. Sé que mi equipo puede cubrir bien la postura, pero necesito un lance muy largo, casi en mi límite. Lo que media hora antes salía con fluidez, se convierte en un ejercicio desquiciante. El pez vuelve a hacer acto de presencia. Puede que esté ahí un par de minutos más. O quizá no. Nadie sabe nada con certeza respecto a estos peces. Me concentro y por fin salen los lances. El swing es maravilloso y la mosca pesca cada centímetro del descuelgue. Cuando mi mosca llega al centro, el pez vuelve a dejarse ver. ¿Quizá excitado por mi phatagorva? Repito el lance y vuelve a suceder. Así en cinco ocasiones. Cinco. Cinco ataques al corazón.

El sexto es un impacto. Un impacto y después caos. Un pez que se dirige directo a dónde vino: el mar Báltico. Antes siquiera de poder dar el primer paso para buscar la orilla, el pez ya estaba en el backing. Quinientos metros más abajo y después de quince minutos de persecución, por fin recupero el pulso de la pelea. Por fin veo la línea, por fin le veo a él. Majestuoso y sólido, desdibujando toda su plata en las rojizas aguas del pozo. Una visión que bien podría valer una vida tras ella.

Lo recuerdo perfectamente, como perfectamente se recuerdan las cosas que pudieron ser y no fueron. Unos segundos más tarde, simplemente se fue. Y junto con él, otros cinco peces en la semana siguiente. Cinco. Ninguno tan grande, ninguno tan especial, pero todos y cada uno de ellos me ganaron en el cuerpo a cuerpo. Cada uno con su historia particular, pero en mi cabeza empezaba a fraguarse una certeza: “Sanna tenía razón”.
Cuando te toca, ni aunque te quites. Siempre he pensado que en la pesca y en la vida, todo es trabajar para estar en el momento y lugar adecuados. Comprar boletos, como diríamos coloquialmente, y aprender en el proceso. En esta ocasión, al parecer los teníamos todos. Laponia y la pesca del salmón del Báltico por fin nos volvían a ser propicias, como en aquella noche de bienvenida mágica junto a Juan y Sanna, pero esta vez con sabor a despedida. Una semana mágica, junto a mi amigo David Fernández Miguélez, con números más cercanos a lo imaginario que a la realidad de los ríos del Báltico. Era como si estos ríos, quisieran devolvernos todas las horas, todo el esfuerzo y la energía. Como si supieran, que mis tres temporadas tras los salmones del Báltico tocaban a su fin y habían dado su fruto: Laponia y sus salmones, me habían cambiado para siempre. Aquella mañana, empapado hasta los huesos, sujetando aquel pez, volví a sentir lo mismo que tres años atrás cuando me hice con mi primer salmón del Báltico, solo que esta vez entendía el valor de lo que acababa de ocurrir.
SKITT FISKE!
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