Un buen día de pesca es el que resulta en una historia digna de ser contada, con independencia de los números.
Marea muerta. Al menos por esta vez, y en este flat concreto, la mar entrante no nos va a sacar de la “costura” que cosiendo la masa más somera de agua turquesa a la profunda de azul índigo, señala el corte vertical del arrecife; aunque, a veces, haya que vadear bastante profundo.
Nuestra experiencia hasta ahora —tras un par de semanas explorando diferentes islas alrededor de este remoto atolón de las Maldivas— muestra que por algún motivo que se nos escapa estos flats no son el campo de caza preferido de los giant trevally, y en lo que respecta a peces serios —tanto como para hacer justicia a nuestros equipos del #10 y del #12— solo se puede contar, ocasionalmente, con algún grupo de bluefin trevally que con rumbo errático desaparecen a la misma velocidad con la que aparecieron de la misma nada donde se acaban de fundir. Observar las evoluciones de estos macarras del flat inspira compasión por la azarosa existencia de los pececillos de coral.

Todos los peces de tamaño respetable prefieren recorrer las paredes que se adentran en la profundidad o las zonas de rompiente, pero son reacios a aventurarse mucho más en nuestro campo de juego. Toparse con ellos es un asunto más de pura casualidad que de estrategia, y hay que andar muy vivo presentando la mosca antes de que se disuelvan en el azul infinito, tan rápida y misteriosamente como se materializaron un instante antes. Los peces buenos nunca vienen envueltos para regalo.
Recorrer pescando “al agua” —pero en permanente estado de alerta— este flat de agua clara como el aire, sin corrientes ni rizos en la superficie, ha dado como fruto unos pocos bebés de mero que salen como cohetes de sus cuevas para agarrar la mosca con una violencia que nunca deja de sorprender. Dos de los lances más prometedores, a los bordes de una diminuta “pajarera” —que se ha formado a unos quinientos metros de mi posición y me ha costado un triunfo alcanzar, vadeando entre mogotes de coral cortantes como navajas de barbero—, han suscitado el interés de un par de pequeñas barracudas que dirigiéndose perezosas hacia mi streamer y manteniendo su nariz pegada a él, como si lo olieran, han rehusado mi oferta con desdén disolviéndose en el cristal líquido en un momento.

Tras más de dos horas de acción mi codo me reclama el pago del peaje combinado de la edad, el equipo del #10 y docenas de lances largos e infructuosos. Decido dirigirme a la fina cinta de arena blanca que brillando al sol a un kilómetro de distancia, marca la poca tierra firme que define el borde interior de este enorme bajío. Un poco de relax cámara en mano no me vendrá mal.
Mientras camino despacio con el agua por la cintura pienso en los misterios de la psicología del pescador; aunque los resultados no llegan a las expectativas ni de lejos, me siento un privilegiado en medio de este escenario de attrezzo de mil tonos de azul y sin espectadores.
De pronto, a mi espalda, el inconfundible sonido del ataque de algún depredador a un grupo de peces pasto hace que me olvide de la filosofía. Me giro y recorro toda la zona con la vista: nada.

Un minuto después, de nuevo: ¡splash!, ¡splash! Me vuelvo rápidamente y, ahora sí, llego a observar los restos de esa conmoción. El agua “hierve” en un par de círculos que se amplían hasta difuminarse en el azul oscuro, más allá de la costura en la frontera del flat. Una tercera explosión sigue a las primeras, esta vez cerca del corte pero ya dentro del propio bajío. Cualquiera que sea la causa de esa anomalía ahora está en el agua somera, y cada salpicón abre una nueva ventana a la esperanza.
Empiezo a moverme tan rápido como me permiten el vadeo profundo y la recortada estructura de los grandes bolos de coral —muy lento en cualquier caso, en curioso contraste con la velocidad a la que corre mi corazón—, mientras observo un tercer ataque en la misma zona. El drama se desarrolla a unos 150 metros de mi posición, pero dadas las circunstancias temo no ser capaz de llegar a distancia de lanzado antes de que la furiosa actividad se desvanezca. ¡Espera! ¡No puedo creer lo que veo!: ¡a mi izquierda se abre un pasillo arenoso que conduce prácticamente hasta el corte del flat! A medida que lo recorro se va haciendo más profundo, pero sobre ese fondo limpio puedo avanzar relativamente rápido y silencioso; ya veré cómo encarar el problema de la profundidad cuando se presente.

Otro gran splash en la misma zona me insufla nuevo aliento: la acción no se aleja de mí y ya empiezo a creer en la posibilidad de alcanzar un punto desde el que cubrir el terreno de juego. Mientras camino sin quitar los ojos de la zona caliente, empiezo a sacar línea del carrete dejando el streamer, el bajo y algo de línea colgando de la puntera; el índice clavando la línea contra el corcho y más línea flotando tras de mí entre el carrete y la anilla de salida. Poco después el agua me llega al cuello.
¿Cómo hacer un lance de veinte metros en esa posición? Parece que hoy las buenas estrellas han decidido alinearse porque, en el borde izquierdo del corredor de arena en el que me encuentro, veo un mogote de coral sólido y bastante plano, que forma una estupenda plataforma para lanzar.

Mal que bien me encaramo al bolo salvador; aquí arriba el agua me llega al muslo. Hago mi primer lance trasero… y me topo con que la mosca está enganchada en la parte inferior de una de las estructuras de coral al otro lado del pasillo de arena, ¡y no consigo liberarla desde aquí! ¿Por qué no he colgado el anzuelo de una anilla? ¡Si aprendemos de los errores, yo debo de ser la excepción!
Jurando como un borracho que intenta abrir de madrugada la puerta de su casa, vuelvo a sumergirme hasta el cuello. Trato de liberar la mosca tirando desde diferentes ángulos… ¡nada! Finalmente, piso en la sección del bajo más cercana al obstáculo para tirar de la mosca hacia fuera y abajo simultáneamente… ¡y funciona! Un minuto que más parece una hora.

Mientras trepo al mogote de nuevo, repaso mentalmente la lista:
—Bajo de línea: una sola sección de monofilamento de fluorocarbono de 0,80 mm, —no el ridiculo 0,50 mm que el brutal ataque de un bluefin rompió el otro día instantáneamente, con la misma facilidad que una trucha de cinco kilos pulveriza un terminal de 0,10mm. Nada de qué preocuparse en ese aspecto.
—Afilado del anzuelo: comprobado con la uña hace un rato.
Solo espero que se clave hasta la curva en la tijera del pez. Ayer sin ir más lejos, un bluefin muy serio rompió la punta de un anzuelo bien recio del 6/0 en la primera carrera, cuando lo frené tratando de evitar que se metiera entre dos bolos de coral.
—Freno del carrete: apretado.
Estas explosiones de agua hablan de algún adversario de empaque, y estando tan cerca del corte si el pez decide buscar la protección del agua profunda me arriesgo a perder no solo la pieza, sino también la línea al rozar con ese coral hecho de navajas barberas. Que el pez decida huir a través del flat tampoco está exento de riesgos si le da por rodear alguno de los bolos que salpican la zona.


—Y por último un recordatorio sobre el clavado: ¡no levantar la caña bajo ningún concepto!
En el lado positivo, mi posición alta me permite mantener la mayor parte de la línea en el aire, siempre y cuando no cometa la estupidez de dejar que el pez se aleje demasiado, claro.
El reflejo me impide ver lo que hay debajo del agua. ¿Estará el pez por aquí todavía?
Finalmente, allá vuela mi línea arrastrando tras de sí la mosca y una extraña mezcla de esperanza y duda. Recupero el streamer con rapidez, hasta mis pies. Tengo la convicción de que una mosca que se mueva con lentitud no casa con este ambiente, donde —por la cuenta que le tiene— hasta el pececillo más pequeño es capaz de alcanzar la velocidad del rayo en un par de segundos.
Segundo lance. Mi streamer ya ha nadado la mitad de su camino de vuelta cuando, al pasar por una estrecha abertura entre dos estructuras de coral, el agua explota a la vez que alguien con muy mala leche golpea la mosca con tal fuerza que casi me arranca la línea de la mano. Sigo tirando de la línea por un momento y entonces la libero, y sale volando por las anillas a una velocidad difícil de creer si no se vive.
Cuando todo se tensa, a este ingenuo pescador de truchas le parece estar tratando de parar un camión que ha perdido los frenos bajando un puerto.
Retomando el control, bajo la caña a una posición cercana a la horizontal y un poco hacia un lado y tiro con fuerza para forzar al pez a cambiar de dirección. Lo hace, y la fugaz visión de un torpedo azul eléctrico cruzando frente a mí a toda velocidad me acelera el corazón otro poco más.
Apostando a que el anzuelo está bien firme y sin dudas de que el bajo va a aguantar, apenas cedo línea. Tras unos minutos de nervios tengo al bicho “planchado” frente a mí a algo menos de una caña de distancia; el momento de mayor peligro de toda la escena evoca visiones del pasado con banda sonora de rotura de punteras. Arrimarlo levantando la caña no es una opción sensata, pero tengo la línea firme contra el corcho y tres metros cuelgan entre mis dedos y el carrete. La maniobra es eficaz si se hace con rapidez: llevo la caña hacia atrás más allá de la vertical al tiempo que libero la línea de su presa contra la empuñadura, agarrando inmediatamente con la mano libre la sección de línea que ahora cuelga lacia de la puntera, y pronto tengo a mi adversario firmemente agarrado por la cola.

¿Cómo llamamos a esta escena, pesca o caza? Quién sabe. Es la dicha en forma de bluefin; una perla azul enhebrada en ese collar de cuentas tan escasas que llamamos felicidad.
Ahora me viene a la mente la conversación que al comienzo del viaje mantuve con nuestro botero —ignorante en lo que a la mosca se refiere pero experto pescador de jig y popper, que mide su éxito en kilos:
—¿Cuántos peces pescáis en Europa en una buena jornada? —preguntó.
—Elimina de la pregunta la palabra “cuántos” y te irás acercando a la esencia de la pesca a mosca —respondí.
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