Decía Miguel Delibes en su diario de pesca “Mis amigas las truchas” que los hombres de su pasta necesitan refugiarse en el monte o en el río al menos una vez por semana para conservar eso que llaman equilibrio vital. Y esa misma necesidad es la que siento yo, aunque mi visita semanal al río tenga mucho más de utopía que de realidad. Miserias de la vida en la gran ciudad.
No concibo mi vida sin la naturaleza y a ella llegué gracias a mi padre y nuestra afición por la pesca. Todavía recuerdo como si fuera ayer mis primeras salidas de niño en la costa del atlántico gaditano acompañando fielmente a mi padre. Apenas tenía cinco o seis años. El azul turquesa del mar y las grandes “levanteras”, que eran las condiciones propicias para tentar a robalos, bailas, palometones y chovas a la muestra.
Más tarde, nos mudamos de Andalucía a Madrid, lo que me llevó a las montañas, el agua dulce, la pesca a mosca y mis amigas las truchas. Los pescadores a mosca somos gente rara. De hecho, cuando comento mi pasión con amigos y conocidos, son frecuentes las caras de indiferencia, ignorancia o desinterés. Aunque pensándolo bien, es mucho mejor que sigamos siendo solo unos pocos privilegiados los que disfrutamos de la vida en el río y su belleza.
Como soy un pescador torpe y mediocre, siempre digo que pescar, al menos en mi caso, no es más que una excusa para estar en contacto con la naturaleza y sumergirme en ella. Aproximarme al paisaje desde otro punto de vista. Vivir el río desde dentro. Como el escalador en la pared de una montaña o el surfista en una ola. Volver a lo esencial, a las raíces olvidadas. Alejarme de la ciudad y desconectar del ruido que nos rodea.
A menudo el ser humano, en un ejercicio de soberbia, piensa que la naturaleza le pertenece. Y yo pienso que somos nosotros los que pertenecemos a ella. Mi vínculo con ríos de aguas puras, montañas salvajes y gente sencilla es para siempre. Allí me siento como en casa. El río es vida y ya no concibo mi vida sin el río.
